Hasta
el año pasado, decir “tengo 35 años” estaba bien, sin embargo, este año
pareciera acercarse una de esas crisis del adulto joven que se niega a madurar.
Honestamente, como dije, hasta este año el decir mi edad no me costaba nada de
trabajo, he vivido muy bien y al parecer me veo poco maltratada por la vida.
Este
año, no obstante, he de decir que me ha molestado el no poder cumplir en los
tiempos y las formas que yo quiero metas planeadas por mí. Hace tiempo aprendí
que mis apuraciones e histerias son poco fructíferas para lograr mis objetivos.
El tiempo ha pasado demasiado rápido, razón por la cual no me siento cómoda
diciendo “tengo 36”.
Es
ahora cuando recuerdo las primeras líneas de la película Trainspotting, cuando Mark Renton comienza a hablar sobre todo lo
aceptable para un adulto: “Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera.
Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras,
coches, equipos de compact-disc y abrelatas eléctricos (…)”. En otras palabras,
a mi edad se supone ya debería estar casada, ser una hermosa madre de niños,
responsable de crear y resguardar mi propia hogar.
Eso
me lo recuerdan cuando voy a reuniones cada vez más escasas de personas
solteras, sin compromiso. Al parecer el decir “en este momento de mi vida no
quiero tener un hijo” implica que no tengo las aspiraciones de un adulto respetable
en búsqueda de la trascendencia. En otras palabras, parece más aceptable que
busque vivir sola (vivo con mis padres, soy hija de familia y todavía tiene más
ventajas que desventajas), tenga una pareja estable con miras a casarme y un
hijo como parte de un proyecto de vida; que decidir estudiar, viajar,
desarrollarme como profesionista no tan independiente de mis padres, con
esperanza y pocas ganas de una pareja estable. Yo no me niego a formar un
hogar, solo no quiero hacerlo porque siento que es mi última oportunidad, en
cambio, me gustaría porque es el siguiente paso natural
Entonces
en esas reuniones, ante mis expectativas poco ambiciosas de la vida, me tratan
de convencer sobre lo hermoso del milagro de la vida; lo gratificante de ser
padre; lo necesario de sentar cabeza. Así que saco mi respuesta de cajón: Si
voy a tener un hijo soltera, eso implica que debo buscar más trabajo porque la
idea es traerlo a vivir bien, no a padecer. Eso también implica que pasaré
menos tiempo con mi niño y por lo tanto necesitaré la ayuda de mis padres en su
crianza. De igual forma, conforme pase más tiempo, menos energía tendré para
educarlo, además de una dosis menor de paciencia. En ese contexto, ¿por qué hay
prisa por tener familia si no existes las condiciones necesarias para
mantenerla bien?, ¡bum!, “visto de esa forma pues sí tienes razón”.
Lo
peor viene cuando caigo en esas reuniones tipo Bridget Jones, donde peor que
convivir con una pareja arrogante, es ser la soltera entre un montón de parejas
arrogantes. Cuando estoy de buen humor, veo con buenos ojos todas esas relaciones
lindas, románticas, bellas, al grado de llegar a envidiarlas un poco. Cuando
estoy de malas, en cambio, me molesta que quieran imponerme sus ideas de lo
maravilloso del mundo en pareja y lo patético del mundo de la soltería, porque
lo normal es querer casarse, formar un hogar, elegir un modelo de vida de
familia funcional. Insisto, aspiro a eso, pero solo si las condiciones lo
permiten, no porque ya se me fue el tren.
Así
que, mientras decido bien a bien cuál va a ser mi destino en el paso por este
mundo, seguiré estudiando, viajando y trabajando para pagarme mis lujos. Seguiré
siendo más o menos dependiente, o muy consentida, por mis padres, seguiré
leyendo, deseando, soñando, intentaré descubrir que la soltería no es sinónimo
de frustración y seguiré divirtiéndome con mis sobrinos. Mi vida no es tan
mala, solo debo organizarme mejor para ver si a fin de año vuelvo a sonreír
cuando diga orgullosa mi edad: “Tengo 36 años”.